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La bóveda lógica.

diciembre 23, 2010

Peter Sloterdijk comienza su trilogía Esferas recordando que, de acuerdo a la tradición, Platón colocó en la entrada de su Academia una inscripción que advertía: manténgase alejado de este lugar quien no sea geómetra. En esta misma línea continúa la argumentación del autor sobre la idea de Dios en La bóveda celeste.

La palabra Dios acuñada por los indoeuropeos, en ese entonces sólo podía cumplir una función nominativa, nombrar algo específico con las palabras, en este caso posiblemente se refiriera a algo aproximado al concepto de bóveda celeste. El lenguaje fue evolucionando, pasada su etapa de formación ya se contaba con una mayor cantidad de palabras y las funciones lingüísticas se habían diversificado. Para el siglo IV a.C. no sólo era importante nombrar sino explicar la realidad. De ahí la referencia a la inscripción de Platón ahuyentando a quienes no compartieran la curiosidad de los geómetras. Además proliferaron astrónomos y físicos, así como filósofos de la naturaleza a quienes la evolución del lenguaje permitió ocuparse de lleno en la tarea de definir y explicar la realidad. Es en este marco en el que un nuevo concepto de Dios comienza a volverse imprescindible y a arraigarse profundamente en la cultura.

Aristóteles fue el filósofo que logró sistematizar lo que en aquella época se entendía por explicación. Frecuentemente preocupado por entender su entorno Aristóteles llegó a la conclusión de que si uno pretendía encontrar una verdadera respuesta a la naturaleza de las cosas debía preguntarse sistemáticamente hasta encontrar las primeras causas del objeto estudiado. Pero para lograr seguridad en la búsqueda de estas primeras causas se debe estar apegado también a una serie de primeros principios.

Los primeros principios son en parte las leyes del pensamiento, los principios lógicos de no contradicción, tercero excluido y el principio de identidad. El principio de no contradicción implica que nada puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido (sentido ontológico), que una proposición y su negación no pueden ser ambas verdaderas al mismo tiempo y en el mismo sentido (sentido lógico). Este principio de no contradicción presente en nuestro pensamiento consciente nos impide creer al mismo tiempo y en el mismo sentido una proposición y su negación (sentido epistemológico), a no ser que se use un mecanismo como la desmentida o renegación para escindir al yo y mantener ambas creencias (Mi padre ha muerto pero lo siento vivo). El principio de tercero excluido en cambio afirma que no hay grados intermedios entre el ser y el no-ser, en su sentido lógico dos proposiciones contradictorias no pueden ser al mismo tiempo falsos (Dios existe o Dios no existe, o una u otra); en sentido epistemológico cuando este principio del pensamiento consciente se acerca a su violación surge la necesidad de un significado derivado que sintetice nuestras relaciones con los objetos y que pone en marcha una gran cadena de sustitutos y significados. El principio de identidad completa la triada de principios clásicos del pensamiento, especie de andamiaje oculto de nuestro sistema de categorías. Algo es idéntico a sí mismo, A es igual a A, el ser es. Nos permite  pan llamarle al pan, vino llamarle al vino, al sobaco sobaco y miserable al destino. Resulta sumamente sugerente que donde se detienen estas tres leyes se suspende el funcionamiento consciente de la mente.

Las primeras causas se alcanzan bajo la égida de los principios de pensamiento y surgen cuando se responden preguntas de tipo qué, para qué, como y por qué. Pregúntese el lector y encontrará que sus respuestas pueden agruparse en cuatro categorías. La causa material, qué es o cómo es una cosa; la causa formal, cuál es su esencia; la causa eficiente, qué la produjo, y la causa final, a qué tiende y se dirige. Una escultura de Zeus en una plaza griega bajo el sol del Egeo encontraría su causa material en el bronce del que está construida, su causa formal consistiría en ser una representación artística del Dios Zeus, la causa eficiente sería el escultor que la elaboró mientras que la causa final mostraría el motivo de su existencia, embellecer la ciudad y servir de testimonio. Dentro del mismo sistema es notorio que estas diferentes causas pueden ser intrínsecas o extrínsecas al ser que definen. Las intrínsecas al ente, son la formal y la material; las extrínsecas son la eficiente y la final. Excepto en los seres vivos cuya causa final es intrínseca.

También quiere la tradición representarnos que Aristóteles emprendía frecuentes paseos por la ciudad y los campos para probar su sistema clasificatorio encontrando siempre buenos resultados y que un buen día, quizá cerca de una estatua de Zeus, pensó en clasificar al universo. Este reto lo llevó a completar su teoría de la explicación. En todos los casos la causa eficiente tiende a estar fuera del ser que se define. Es decir que si el polluelo tiene su causa eficiente en sus padres, los padres deben de tener la suya en los abuelos y éstos en sus propios padres, volviendo imposible encontrar un primer pollo. Lejos de este ejemplo pseudo concreto lo que quiere decir es que si no contamos con un concepto que funcione más allá de los principios lógicos tendríamos que continuar interrogándonos sobre la causa eficiente de las cosas. Esta es la función de la segunda idea de Dios. Es una sustancia especial que mueve al universo sin por ello ser causa eficiente y sin ser movido por algo distinto a ella. Sin la noción de esta “sustancia” el mundo no sería inteligible y sería imposible encontrar cualquier explicación al extenderse Ad infinitum.

Más tarde Santo Tomás de Aquino va retomar estos razonamientos para acuñar el tercer significado de Dios, que será objeto de una entrada subsecuente.  Lo que es pero podría no haber sido tuvo que haber sido creado o causado, puesto que lo no existente no puede autocausarse, pero si lo que lo causó a su vez fuera sólo contingente, habría habido también un momento en el que no habría sido y entonces habría requerido  una causa eficiente que si era contingente hubiera necesitado otra y así indefinidamente. Este modo de pensar conduce a que jamás conseguiríamos explicarnos algo y a la subsecuente sensación de que se carece de sentido pues podría no existir nada ahora. Por lo tanto tiene que haber algo que es origen del movimiento universal sin ser por ello mismo potencial. No puede ser material, debe ser acto puro. Tiene que ser concebido como lo más excelso: pensamiento, puesto que el pensamiento puro es lo mejor que hay en el mundo para Aristóteles. Dado que dicha sustancia mueve al mundo y no es causa eficiente del movimiento, hay que inferir que mueve por deseo, como causa final o, cómo dice Aristóteles, por amor. A esta sustancia la llama Motor Inmóvil y, como el tiempo y el movimiento son eternos, el Motor Inmóvil tiene también que ser eterno.

En el caso del Dios de Aristóteles el papel que cumple es completamente diferente al nominativo de los indoeuropeos. Se han asociado a un concepto dos significados diferentes que no están vinculados a prácticas religiosas de ninguna índole, aunque es fácil discernir el origen del valor explicativo del Dios de Santo Tomás o el regulador que toma el Dios moral . El Dios para Aristóteles es únicamente un requisito a priori de la inteligibilidad de las explicaciones acerca del mundo, y por ende del mundo mismo. Es como decir que la noción de Dios nos permite extraer juicios de verdad y de certeza, pues sin una noción así en nuestra mente careceríamos de la estructura de pensamiento necesaria para extraer juicios de realidad. Es una especie de referente estructurante que permite que las cosas sean lo que son al instituir un paradigma conceptual en que se suspenden los principios del pensamiento, y con ello traza una frontera donde siempre ocupa un terreno más allá de lo pensable lógicamente, donde simboliza perene la ausencia de principios y la imposibilidad de explicación.